Los lazos que nos unen no son de sangre, pero no son por ello menos fuertes. Somos y nos sentimos una familia, con sus luces y con sus sombras, viviendo en comunidad de hermanos con un solo corazón y una sola alma dirigidos hacia Dios. Vamos gozosos a donde la Iglesia nos llama para servir. Y es precisamente ese servicio a la Iglesia la razón de nuestra alegría. Una alegría que no depende del lugar donde servimos, sino de una entrega generosa e incondicional en el servicio. No es más heroico subir la colina de Kamangbangbanranthan, que escuchar pacientemente por enésima vez la misma historia a la anciana enferma. O el acudir a clase, o el sentarte simplemente a esperar en la oficina por si alguien necesita una palabra de consuelo. Nuestra alegría será verdad si somos capaces de poner todo el corazón en lo que hacemos. Y una alegría nacida en el fondo del corazón es siempre contagiosa, y un signo de interrogación para los que viven a nuestro lado.